M.A.F. 1
Mis cajones de madera estaban alineados, era un modelo en tándem, por supuesto. Alas cortas, como un halcón en busca de las mejores performances… de velocidad. En realidad, encontré un par de tablas cortas. Eso andaría bien.
Un “Automático” de heladera era el micrófono con PTT de la radio, unido a la estructura de un imaginario tablero por un viejo cordón telefónico enrulado. Completaba el esquema de instrumentos un voltímetro proveniente del desguace de un elevador de tensión (muy usados por entonces, sobre todo para dar un “empujón voltáico” a los viejos televisores a válvulas) Este dispositivo medía algo, vaya a saber si altura, velocidad, presión manifold o, simplemente, mis intensidades.
El comando / volantín era un recorte de madera obtenido de la basura de una carpintería cercana. Me traje, de esa excursión ciruja, unas cuantas de esas tablas que tenían la forma de una letra B que, clavada horizontalmente desde su centro a una tabla más fina, que oficiaba de columna de control, resultaba un comando bastante creíble y muy eficiente. Les aclaro que era muy sensible: un pequeño movimiento representaba atrevimientos muy escarpados. Con dos más de esos recortes elaboré el conjunto de cola. Los ingenieros amateurs sabrán imaginar la estructura.
Una tarde, haciendo un vuelo de entrenamiento, me alejé de mi ATZ de Lanús y enfilé para el Oeste. Yo ya tenía 8 o 9 años y no me tragaba eso de que el Sol se hundía en Castelar. Sabía también que siguiendo el derrotero del Astro Rey en algún momento llegaría a ese sitio donde los engreídos de aquellos pagos se atribuían el estacionamiento de la luz hasta el otro día. Así que le “di rosca” y, paveando a plena potencia por las alturas del conurbano Bonaerense, en algún momento advertí que me había pasado de largo de la ranura donde decían que se insertaba la moneda de oro en el horizonte. El sol seguía allí, cada vez más bajo pero cada vez más adelante. Pasaría un tiempo para que le pudiera asignar el nombre de “perspectiva” a aquello que estaba experimentando aquel día.
Me
reconocí perdido a pesar de la seguridad que brinda seguir las vías férreas. Aquello
ya lo había aprendido de las películas. Puse en práctica una maniobra que con
los años se me volvería costumbre: inicié un descenso para apreciar el
nomenclador de lo que, más que estación, aparecía un apeadero: “Paso del
Príncipe” una población en ciernes que no estaba en los relatos del tío Javier,
lo que indicaba que estaba más allá de Castelar y su falsa leyenda occidental.
Por las dudas tomé altura para continuar mi derrotero hacia un Oeste interminable cuando divisé, a lo lejos, recortándose sobre el paño celeste de fondo una aeronave similar a la mía: el motor sonaba igual más, al acercarme, noté la diferencia: era monoplaza. Desde mi nivel de vuelo noté que este colega sobrevolaba un campo especialmente cuidado y con una extensa franja de pasto cortado con el aspecto de una alfombra. El monoplaza volaba peligrosamente bajo por sobre el perímetro de aquel campo y a unos cien pies de altura por sobre las calles circundantes de ese poblado. Parecía no querer invadir el espacio aéreo de ese predio.
Con toda mi potencia disponible hice lo posible por ponerme en formación con aquel aeroplano rústico. Era veloz. Sus alas estaban fabricadas con una… madera, una madera cualquiera, pero volaba veloz. Logré ponerme a su lado, quizás lo alcancé porque volaba sólo. No sé si con carga plena lo hubiera logrado. Despegar con pasajero a bordo me tomaba 5 veredas hasta poder rotar y casi media cuadra sortear los 2,60 metros de la caja mudancera de aquel Chevolet ´47 que mi vecino estacionaba en la esquina.
El Piloto del monoplano de ala baja advirtió mi compañía y, de inmediato, se configuró a vuelo lento. Noté como su mano izquierda dejó el comando y se hundió entre las tablas que componían su fuselaje mientras que su brazo se movía cual pedal de bicicleta. “Trimeó” lo suficiente para que estuviéramos en formación y entonces se dio el tiempo para saludarme con gesto de inclinación de cabeza y una sonrisa a la que la faltaba un diente. Lo supe, el también era un joven atrevido de ocho años que hacía experimentos a costa de su seguridad odontológica.
Tomé el micrófono del transceptor y extendí mi brazo con aquel adminículo en mano para indicarle que quería comunicarme por radio con él. Como les anticipé en la descripción técnica de mi aeronave yo estaba orgulloso del equipamiento y de aquel “Automático” de heladera, devenido en un imaginario PTT, de un imaginario equipo VHF, que estaba unido al imaginario tablero por un cable enrulado extirpado a algún teléfono de baquelita negra.
Tenía que entablar una conversación sobre el tipo de tablas que usó en su construcción, quería preguntarle cosas sobre motores y… Él levanto ambas manos agitándolas a modo de saludo y dándome a entender que se había ocupado más de la aerodinámica que de las radiocomunicaciones. Debo anotar otro aprendizaje: Ocuparse primero de lo importante, ya habrá tiempo para los accesorios.
Sin duda era un muchacho valiente y hábil, volaba “sin manos” como a veces hacemos con la bici al pasar frente a las nenas del barrio.
Maniobró rápidamente un viraje por izquierda, entendí que debía seguirlo, entendí que su modelo era eficiente y que el muchachito tenía algo más de experiencia de vuelo que yo. Yo, que sólo contaba con mis vuelos de prueba y unas 250 horas de simulador frente a la monocromática pantalla de 20“ del “Zenith” en la que veía, una y otra vez, los “Tigres Voladores”. Mi aeroplano de madera había tenido algunas bruscas modificaciones en las alas para hacerlo parecido a aquellos “Corsarios” que volaban mis héroes desprolijos del Escuadrón de Ovejas Negras. La idea era que ocupase menos espacio en el patio, pero aún no tenía las habilidades de carpintería suficientes como para introducir la incorporación de bisagras que hubieran sido más apropiadas que el uso reiterado de la fuerza sobré las débiles tablas de mi superficie alar.
En fin, con mi biplaza de alas rígidas seguí la trayectoria de mi ocasional compañero aviador quien me llevó a volar por alrededor de aquel espacio verde. Noté que gesticulaba exageradamente con la boca para que, entre la distancia y el ruido de nuestros imaginarios motores yo leyera sus labios. Separaba los dientes formando una “O” seguida de una marcada mueca de sonrisa que yo podía leer como O… RREEE; O…. RREEE. ¡Torre! ¡Quiere decirme Torre! Mientras señalaba hacia abajo con su dedo índice. -¡Pero si le acabo de decir que lo quería llamar por radio y él no tiene! Miré al campo de vuelo que tampoco disponía de una torre de control o algo parecido. Todo esto sucedía mientras volábamos en formación con el campo a nuestra izquierda sobre el curso de un arroyo infame que recorría uno de los laterales de aquellas pistas para aviones de verdad. Otro viraje por izquierda nos dejó sobre la vertical de una calle ancha cuyo trayecto recorrimos por unos instantes. No sé porque intuí que aquella sería una avenida importante algún día. Quizás un sentimiento radical inexplicable me hacía seguir a mi eventual guía de Turismo que persistía en sus virajes alrededor de aquella zona verde que inspiraba libertad. El piloto del aeroplano monoplaza ahora gesticulaba indicando las pistas de allí abajo (allí abajo eran unos 30 metros). Abría bien grande la boca y pegaba los labios por un instante A…. BAAAAA, y mostrando los dientes pegados completaba la idea con una OOO. O quizás un TRRRROZZZZ. Era difícil leer su expresión. Insistió hasta que, pulgar arriba, le di a entender que había comprendido el mensaje: Estábamos viviendo un atardecer mágico. Por oposición supe que algo horrible sucedía en aquella zona por las mañanas, o bien que éstas no eran tan lindas como los atardeceres, al menos. Sería por eso que mi joven amigo me insistía que allí el ALBA era ATROZ.
El monoplaza completó un rodeo a aquel campo de vuelo y fue entonces que su piloto me hizo el gesto de “seguime” con su brazo derecho. Por unos minutos sobrevolamos aquel poblado de casa bajas hasta que los techos de chapas mutaron en tejas y comenzamos a sobrevolar la trayectoria de una avenida que corría paralela a las vías que me habían guiado hasta allí. Quería saber algo más de mi nuevo amigo y su avión. Ya sabía de sus dotes de constructor y que ambos modelos estaban basados en los diseños del Alto Valle de Rio Negro. De allí venían nuestros cajones de manzanas.
Desde nuestro nivel de vuelo podía ver claramente a la gente que caminaba o pedaleaba por las calles. Durante unos segundos acompañamos la vertical del recorrido de un micro “simple camello”, (Así le llamaba yo a los colectivos que presentaban un sólo desnivel en el techo) “T.A. LUJÁN” rezaban unas letras enormes sobre el techo de ese Mercedes Benz. Yo conocía las marcas de todos los camiones y colectivos de la época a pesar de mi corta edad. Mi padre era un fierrero viejo y aquel era uno de nuestros temas preferidos de conversación.
Habíamos pasado sobre aquella estación de tren que me había llamado la atención al llegar a la zona cuando aquel niño, que piloteaba de maravillas, señaló con su índice hacia un lado y hacia abajo. También agitó la mano con la expresión de quien debe apurarse desplegando la sonrisa pícara propia del trúan que se escapó más tiempo del debido de su casa. Lo saludé con muchas preguntas pendientes. Él inició un viraje que, con el tiempo, yo denominaría como “maniobra de 360”. Aterrizó en una calle de tierra. Unos perros lo corrieron en su polvoriento carreteo final y una señora, que barría la vereda, le hizo un gesto que yo reconocería similar al de mi madre, pero, que en el caso de mi progenitora, se completaba empuñando una ojota de la afamada marca “correctiva”; muy usada en tiempos en los que no se había desarrollado tanto la Psicopedagogía.
Era hora de volver. Después de recorrer un rato sobre aquella avenida incliné el ala derecha con una caricia sobre el pedal del mismo lado hasta que pude divisar el Riachuelo y mas allá el “Camino Negro”. Ahora sólo me quedaba seguir recto hacia el inconfundible perfil romboidal de la antena de Radio Argentina.
Al final, el sol caía a mis espaldas. Sin dudas mucho más allá de Castelar. Algún día construiré un avión más apropiado y ligero que me permita investigar esos lares. En ese momento lo importante era volver al patio de casa y retomar las discusiones con mi Madre acerca de lo incómodo que le resultaba esquivar mi biplaza estacionado en el patio a la hora de colgar los pantalones de Grafa de mi viejo y sus trusas en la soga.
La tarde
cayó abruptamente. Ya sentado frente a la taza de leche con “Zucoa”, con mis
papeles desplegados sobre el mantel de hule, hice algunas modificaciones a
lápiz en el plano de mi modelo “Moño Azul” Biplaza. Mientras diseñaba algunos
filetes decorativos y tachaba las conexiones de la radio caí en la cuenta que no
le había puesto un nombre a mi creación. Hice una lista con varias opciones que
incluían algunos de los nombres de mis fallecidas mascotas. Incluso pensé en
mis iniciales y algún número para darle la formalidad que yo veía en las
revistas: FW 44, Boeing 737, etc. Dany II, Dany P.II, DP Batman II, DP Zorro II
(El “II”, dos, es porque es biplaza, ¿se entiende?) Menos mal que no le puse DPZ
II, muchos años después un tipo de Arrecifes usaría ese nombre en un modelo más
atractivo que el mío. Mirando la
superficie de la leche chocolatada como quien estudia un mapa, repasé la magnífica
tarde de vuelo que había compartido con ese niño que jugaba a lo mismo que yo.
Algo se iluminó como se había iluminado el horizonte al despedirme de aquel
muchacho que se perdió en un poblado de Occidente. Su aeroplano si tenía
nombre. Supe de inmediato que había usado la marca de los materiales, quizá su
sello de fabricación y el número 1 por tratarse de su primera “Fabricación” o por
ser Monoplaza. Las siglas, pintadas en tempera celeste a los lados de su
fuselaje de cajón de manzanas dejaban clara la nomenclatura elegida para
identificar un verdadero “Moño Azul con número de serie de Fabricación 1”. Es por
eso que aquel aerodino se llamaba “M.A.F. 1”, sin dudas.
Comentarios
Publicar un comentario