Trompos, más allá del horizonte.

Una vez, siendo niño, me alejé unas cuadras de mi casa. Tantas que parecían leguas de esas que lo internan a uno en el horizonte. (Hoy se que son apenas 12 esquinas de barrio).

La aventura partió de la propuesta de un grupo de niños que solían jugar en la esquina de  Juncal y Juan B. Justo: “¡Por allá (a una lejana docena de ignotas calles) hay una fábrica de trompos! ¡Los venden a Un peso!” Aquella era, por entonces, una cifra  tan irrisoria como la de hoy. Seguí a esos chicos que me superaban en edad y en materias callejeras.

Caminamos, como en una expedición, guiados por “el que más sabía”. Ese preadolescente poseía una seguridad y una sapiencia que dejaba al resto del grupo como simples aprendices de la vida y de las veredas conurbano Sur. Nunca antes había  visto a ese muchacho por mis calles, pero, sin dudas, él sabía todo lo que había que  hacer; y además tenía el dato preciso de donde se podían conseguir trompos de madera en la mismísima fábrica… ¡Y a un peso!

Una vez arribados al lugar el Líder del grupo golpeó con energía el portón metálico de  un enorme taller del cual se desprendía el incomparable olor de la madera recién aserrada y un fino polvillo de aserrín que salía por entre las ranuras del viejo portal.

Había un timbre, pero nuestro guía siguió en su firme propósito hasta enrojecer sus nudillos contra la chapa. No era porfía. Sencillamente ninguno de nosotros era tan alto como para alcanzar el llamador eléctrico. En un momento en que se detuvieron los rugidos de las sierras en el interior del lugar, alguien detectó la insistente llamada y abrió la puerta. Era un hombre mayor, hoy podría decir de unos sesenta años. Por aquellas épocas pueriles todo nos parecía más alto, más viejo, más grande. En mi imaginación yo lo veía como al octogenario abuelo de Heidy.

El  hombre echó una mirada piadosa sobre el grupo de cinco infantes y preguntó a quien buscábamos. Nuestro jefe de patrulla se plantó firmemente: “- Señor, nos dijeron los pibes de la otra cuadra que acá venden trompos a un peso”. El hombre hizo un gesto que hoy comprendo de sorpresa y generosidad al mismo tiempo, y dijo  “- Si, es acá.  ¿Cuantos quieren?“. Nunca habíamos calculado cuantos íbamos en la expedición, así que tuvimos que mirarnos y hacer un conteo. Me animé a decir “- cinco”. El carpintero pensó un instante, con un movimiento de cabeza y presionando los labios dijo: “son cinco pesos”. Hubo un breve lapso de confusión, pero rápidamente entendimos que debíamos pagar primero. Revolviendo en nuestros bolsillos juntamos una pequeña montañita de monedas que sumaba la cifra requerida. El hombre puso las dos manos juntas para recibir el pago que ni siquiera contabilizó. Y cerrando la puerta dijo: “-Esperen acá”.

Deben haber sido unos cinco o seis minutos de una espera que pareció una eternidad.  No sólo por pensar que nos podrían haber estafado un peso a cada uno, sino porque en mi cabeza pesaba el haberme alejado de casa sin aviso, y hacía ya varias horas. El portón se volvió a abrir dejando pasar una nube con perfume a pino detrás de la que el hombre de mameluco azul apareció sosteniendo, en la misma vasija que formaron sus manos para llevar las monedas, cinco lustrosos trompos enrollados cuidadosamente con sus respectivas cuerdas.

El mayor del grupo recibió los elementales juguetes y tomó la responsabilidad de entregar uno a cada uno de nosotros. Guardó el suyo en el bolsillo de su saco de lana y me entregó el último de los trompos con un guiño. Recuerdo su mirada cómplice y honesta al decirme “- este es el mejor de todos los trompos…”

Ese niño, al que nunca había visto antes y al que nunca volvería a ver (al menos eso creí hasta hace unos años) se volvió con hidalguía y respeto hacia el hombre que estaba entrecerrando la puerta de la carpintería diciéndole: “Gracias señor, buenas tardes”.

El  hombre detuvo el movimiento y, sorprendido por la caballerosidad del jovenzuelo, preguntó: ¿Y vos, como te llamas muchachito? Nuestro Líder contestó seguro y sereno: - Carlos, señor; Carlos Migliore.

Comentarios

  1. Me da muchísima seguridad, frente a todo aquello que no conocemos, el saber que me quedo a vivir en este relato ten tuyo, tan de tu Vida.
    Que hayas bautizado con mi nombre al personaje evocado en el Presente, desde tu recuerdo de niñez, me da aquellas alas que pretendemos reales desde nuestra profunda fantasía y esperanza.
    Muchas gracias, querido Daniel. Es hermoso y emocionante este cuento tuyo.
    Un abrazo, de aquellos abrazos que permanecen.

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    1. Gracias querido Chango por estar en las historias que han construido mi vida.

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