A México por Ruta 2

El hombre venía por la ruta 2 de regreso a Buenos Aires. De pronto, cuando había decidido detenerse para tomar un café y despabilarse, vio una extraña luz que se le venía encima. No parecía otro auto, mas bien parecía venir desde el cielo. Intentó esquivarla y se fue a la banquina. Despertó con su auto chocado en una ciudad que no conocía. Estaba en el DF de México.

 

Nada tenía sentido para Carlos esa noche; había partido desde Mar del Plata con su viejo y querido Fiat 125, un compañero de aventuras que nunca le fallaba. Había pasado los últimos días arreglando los temas legales de la pobre herencia que su tío Francisco la había dejado. El viejo navegó por todo el mundo a bordo de los buques mercantes más grandes que los mares hayan visto, acumuló paisajes e historias, a veces tan increíbles como sus relatos  de haber luchado contra las tormentas y guiado a sus hombres para salir de las más terribles tempestades. Sin duda era un líder entrañable y experimentado. ¿Capitán de Altamar? ¡No, qué va! Era jefe de cocina, todos los días se aseguraba, junto a sus ayudantes, que los marineros comieran rico y abundante. Las únicas fotos en las que lucía como comandante eran aquellas en que se lo veía abrazado a los capitanes tan borrachos como él en distintos  puertos del mundo. Casi siempre bien acompañados y con alguna botella en la mano.

 

Cacho, como todos conocen a Carlos, vivía en Lanús, cerca de la Capital Federal Argentina y hacia allí volvía aquella noche con el baúl cargado de recuerdos de su querido tío Francisco. El cocinero de los mares solía traerle  regalos de otros mundos cuando volvía de sus viajes y pasaba por casa de su hermana. Cacho guardaba todos los juguetes que Francisco le regaló desde chico. El Fiat navegaba entre los recuerdos y la soledad de la noche por la ruta que tantas veces lo vio pasar, de niño, junto a sus padres; de joven haciendo dedo con la mochila y, como hombre adulto, junto a su familia que se había quedado esta vez en casa y que lo esperaba para cenar aquella noche.

 

Entre las cosas que el abogado encargado del testamento le había dado cargó unos papeles y un enorme baúl con pertenencias del tío que ni siquiera abrió y que puso en la parte trasera del auto sin poder cerrar la tapa debido al tamaño de semejante cajón. Antes de salir ató prolijamente la tapa del baúl del auto para asegurar las memorias del Tío y partió, entrada la tarde, hacia su casa. Por momentos  los recuerdos se adueñaban de los kilómetros y  lo atrapaba la risa cuando venían a su mente las historias mundanas de Francisco. De a ratos la tristeza inundaba sus ojos de lagrimas que le dificultaban  tanto la visión de la ruta como  la aceptación de que su querido tío ya no estaría mas para contar aventuras y anécdotas.

 

Cacho decidió parar a tomar un café para despabilarse. Aún con los ojos empañados  comenzó a buscar  la marcación de la ruta, ya que recordaba una vieja estación de servicio en el kilometro 74. Ya estaba cerca, así que  disminuyó la velocidad y comenzó a seguir de cerca al camión que lo precedía en el camino. De pronto una luz rodeada de un halo que provenía de las alturas. No era otro auto que se le venia encima. Era una luz que venia del cielo. Volanteó. Todo se puso negro.

Cuando despertó todo le resultó muy extraño, estaba en una ciudad desconocida: México D.F. Allí, unos hombres cantaban canciones de Luis Miguel y chamarritas desafinadas por la borrachera y la alegría exagerada. Cacho tenía un corte en la frente, que ya le habían curado y cuando levantó la vista para buscar su auto verificó que el Fiat estaba en el patio de tierra de  ese restaurante.


Cuando intentó levantarse para ir a ver los daños sintió que perdía el equilibrio y que las piernas le flaqueaban. Enseguida se acercó la señora que venia desde atrás del mostrador con una bolsa de naylon llena de cubitos: - ¡Quédese ahí nomasito, no ande que le va a dar una chiripiorca! ¡Mírese nomás el golpe que se ha dado! La dama parecía sacada de un capitulo del Chavo del 8. La confusión de Cacho era tal que no le salían las palabras. Como pudo se volvió a sentar en la mesa de la cantina y en medio del cantar de los borrachos  le preguntó a la mujer que había pasado. La señora le explicó que había llegado hasta "México" después de haberse salido del camino. Le dijo que no se preocupara por el auto, que los muchachos ya lo estuvieron revisando y que no tiene golpes graves. Él se había golpeado la cabeza contra el volante cuando el Fiat  pegó contra el terraplén  de bajada que une la ruta con la entrada del restaurante.

 

Entre el dolor de cabeza y los gritos de los mariachis que revoleaban sus grandes sombreros  invitándolo a bailar con ellos, Cacho decidió ir a ver el auto. El aire fresco de la noche le cayó bien. Levantó la mirada  y volvió a leer el cartel de la entrada: “MEXICO” D. F.

 

Apenas pudo creer lo que le estaba pasando. Volviendo de Mar del Plata terminó en México rodeado de borrachines y con el paragolpes del auto torcido. ¡El Auto! Aceleró el paso hacia el 125 y descubrió que el baúl estaba vacío: alguien había robado todos los recuerdos de su infancia, todo el amor de su tío Francisco.

 

Sin saber aún porque aquella maldita luz lo había llevado hasta allí, y sin pensar siquiera en  maldecir a los extraterrestres que lo transportaron en tiempo y espacio hasta un lugar tan lejano, tomó fuerzas y entró hecho una tromba en el restaurante. Abrió la puerta con tanta violencia que las voces acallaron y los sombreros dejaron de volar por el aire. El silencio duró solo unos instantes hasta que su ridícula imagen de argentino despeinado con una curita en la frente y una bolsa de naylon  en la mano izquierda chorreando agua fría, lejos de causar miedo provocó una risotada del mariachi mas alto y corpulento. Cacho nunca se dejó amedrentar  y mucho menos por aquel energúmeno que se rió de él y al que descubrió portando la gorra de capitán de su tío. Su tío había robado aquella gorra, por supuesto, pero este  maldito chamaco se la había robado a él de su propio auto!!!! Cacho se abalanzó sobre el mexicano revoleando la bolsita de cubitos cual boleadora pampeana. El  charro extendió su puño justiciero. Todo volvió a ser negro.

 

Cuando entreabrió los ojos, aún seguía en México. Ahora le habían hecho una camilla uniendo dos mesas y  usaron su campera como almohada. Lo único que le resultó familiar fue la voz de Valentina, su esposa, que estaba allí y, como en sueños, le hablaba de un accidente. Cuando recobró el conocimiento vio a Valentina y a sus dos hijas. Lo primero que pensó es que los extraterrestres también las habían secuestrado a ellas, pero hizo silencio para escuchar  los comentarios que el Charro Justiciero y la señora del bar le hacían a Valentina, relatando la llegada de su esposo a aquella noche a México.

- Quédese tranquila señora, su marido va a estar bien, es sólo un golpe. Nosotros le avisamos que se venga con un remis por que encontramos su teléfono en la billetera que estaba en el auto junto a unos papeles de un estudio de abogados de Mar del Plata. – “Yo soy de allí”-  dijo el hombre corpulento, y continuó: cuando venía con mi camión escuche un ruido justo antes de parar acá en la parrilla donde nos juntamos los camioneros todas las noches. Sin saber que su esposo venia atrás mío en la ruta, frené de golpe y pegué el volantazo a la banquina para ver que había pasado. Se ve que su marido hizo lo mismo, pero con tanta mala suerte que le erró a la bajada del camino y cayó en el badén. Lo debe haber dejado ciego la lámpara de iluminación a la que yo le pegue con la punta del acoplado. La luz estalló y cayó sobre el auto de su esposo. Para mí que se asustó y pegó el volantazo.

-“Por el auto no se preocupe señora”, dijo la mujer del bar, mi marido y los camioneros lo sacaron del zanjón y lo acomodaron acá en la puerta. Los muchachos recogieron todas las pertenencias que cayeron del baúl y, usted sabe, unas copitas demás... se pusieron a bailar con los trajes de todo el mundo que encontraron entre las cosas de su esposo. ¿Su marido es artista? ¿Hace de mariachi? A los camioneros les resultó muy gracioso.

- En fin, - continuó el camionero señalando al dueño del bar que secaba unos vasos detrás de la barra -, Demetrio y los muchachos ya le juntamos todo y le compusimos el auto para que puedan seguir viaje. ¿Usted Maneja? Su marido, me parece, debería descansar un rato antes de agarrar el volante de nuevo.- Valentina y las niñas ayudaron a Cacho a salir del lugar y, mientras se subían al Fiat, Cacho levantó su mano, y aún en medio del aturdimiento, saludó agradecido a todos los camioneros que lo habían ayudado y a la Señora del bar que lo despedía con su mano extendida mientras abrazaba a su marido,  Demetrio Fernández (D. F. Para los amigos), orgulloso dueño de la Parrilla al paso “MEXICO” del kilómetro 74 de la tradicional ruta 2. 


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