Amelia. Un sueño de cartón



Doblaba con infinita paciencia cada caja que encontraba. El procedimiento implicaba desplegar el objeto de cartón hasta convertirlo en un plano. Luego lo doblaba en tantas etapas como fuera necesario para que ocupara poco espacio en su carro.

Supo, desde un comienzo, que era vital perder unos segundos más en acomodar las cosas para que luego el trabajo rindiera más. Usaba este precepto para todas sus actividades. Sabía que debía alimentar a sus dos hijos y no se podía permitir fallos en su labor. Sabía también que sus fuerzas físicas eran limitadas y que cada kilo que arrastraba en el desvencijado carro se transformaría en algunos pesos sólo si llegaba con su carga hasta el depósito. “Todo cuesta algún esfuerzo”, solía decir.


Nacer, ya le había costado bastante. Su madre llegó al hospital con lo justo. Con el tiempo justo, con la dilatación justa y con una ajustada vuelta de cordón en el cuello de Amelia, que decidió asomarse al mundo tras una catarata de líquido amniótico en el mismísimo hall del nosocomio. Su madre siempre le contaba aquella historia y de cómo Perón había logrado que los pobres se pudieran hacer atender en un hospital como aquel. El mismo en que, dos décadas después, Amelia daría a luz a sus dos pequeños. La nena llegó durante una época floreciente, el varón vino cinco años después y la encontró en la crisis de 2001; ya sin marido, ni padre para sus hijos, ya sin su madre, con un anciano padre que insistía en que hiciera honor a su nombre y volara de aquel barrio de emergencia, aún a su pesar, y rogándole que lo abandone para alivianar su carga.


El viejo era un duro. Tenía acumulada más dignidad que salud. Siempre miraba al cielo en busca de alguna señal de su amada y repetía: “Amelia, vos tenés que volar de acá, volar bien alto. Y si en uno de esos vuelos encontrás a tu madre vos decile que la voy a ir a buscar”. Los años le cayeron fuerte y el cáncer lo anotó en su lista. Un día desapareció. Nadie más lo vio por el barrio. Infructuosas fueron las fotocopias pegadas en los palos de la luz. La policía de la zona lo buscó un par de semanas. Luego tuvieron otros temas por resolver como los crímenes de otros… y los propios.


Amelia supo entender el mensaje de su padre como entendió, a veces tarde, los mensajes que la vida le fue dando en formatos de los más variados.


Cada atardecer partía en la caja bamboleante del camión, junto a los otros cartoneros y a los carros vacíos rumbo a Pompeya o Constitución (El camión no se adentraba mucho en la capital. No tenía luces ni papeles. En eso se parecía bastante a sus pasajeros) Una vez elegida la esquina en la que unas horas después se produciría el reencuentro, el camión desaparecía rápidamente para evitar el ojo de la ley.

Los últimos resplandores del día le alcanzaban para seleccionar lo mejor de lo que iba encontrando para vender. En ocasiones conseguía en la basura algunos enseres para su casilla y hasta útiles escolares para los hijos de otras madres del barrio como ella. La gente rica de estos barrios se desprende de las cosas que pasaron de moda a las pocas semanas de haberlas comprado. La gente de estos barrios que es pobre, pero que aun no lo sabe, deja caer demasiada comida y ropas que aún pueden servir.

 

Cartón, plásticos, cartón. Logró durante años que sus hijos nunca faltaran a la escuela. Amelia les rezaba un credo laico: “La escuela es lo único que los hará volar de acá”. Cuando juntaba suficiente dinero, lo reservaba en una  lata de cuadrada de apósitos “Cicatul”. Cada viernes se presentaba en la despensa a cubrir las cuentas con la almacenera. Su compra era casi siempre la misma: fideos secos, arroz, algún jugo en polvo para endulzar el paladar de los niños, y a diario, la leche (¡que nunca falte!). Una vez por semana compraba un pan de jabón blanco que servía para el baño diario de sus críos y para mantener impecables sus guardapolvos.

 

“La escuela es lo que los ayudará a despegar” Sería por su insistencia o por el amor que intercambió con sus hijos, que ellos crecieron creyendo en su madre. Supieron entender su esfuerzo y su mensaje. Nadie les contó la pobreza. Ellos la escribían a diario. La escribían, porque iban a la escuela.

 

“Para poder volar hay que enfrentar los vientos” decía Amelia, cada vez que notaba algún vecino que se compadecía de sus dificultades.

 

Los niños de Amelia crecieron sanos, gracias al alimento, y a las vacunas del dispensario. Supieron acompañar en las cartoneadas de su madre en la adolescencia después de completar las tareas de la escuela. No tardaron en conseguir trabajos de medio tiempo. La niña, devenida en una joven lúcida y encantadora empezó en Mc Donalds a los 16. El muchachito se transformó en ayudante de carpintería, cortapasto, mandadero y en ocasional lavador de piezas mecánicas en el taller del barrio. ¡Allí sí que se aprendía a resolver todo con o sin… alambre! Los remiseros acudían con sus desvencijados sueños de ex empleados de fábricas cerradas en los 90´s para que sus carrozas siguieran puchereando gracias a la habilidad del fierrero del lugar.


“Como en los vuelos importantes, hay que mirar el cielo antes de salir; el cartón se hace más pesado cuando está mojado. Y en el depósito de reciclado te miran mal si caes con atados de cartón húmedo”. El viejo truco de los cirujas consistía en mojar los cartones que iban en el centro del atado para lograr un poco mas de peso a costas del agua acumulada entre las fibras.  “Si te enganchan en una de esas no pisas mas el depósito” – Adoctrinaba Amelia a los nuevos. “Para volar alto es mejor estar liviano

 

Lo entendían sus aprendices y así lo habían entendido sus hijos, cuando, gracias a sus trabajos, su estricta disciplina por el estudio y la austeridad, pudieron irse a vivir a la capital en un monoambiente cercano a sus labores y las respectivas casas de estudio.

A los 18, José Luis, le dedicó a su Mamá el diploma de Técnico Aeronáutico. Amelia fue a la ceremonia con sus mejores ropas y unos zapatos ajustadísimos que le prestó una vecina. El muchacho y su hermana nunca pudieron convencer a su madre para que se fuera a vivir con ellos y dejara, no sólo el barrio, sino también su sacrificado, y ahora innecesario trabajo de cartón. Los jóvenes trabajaron y estudiaron lo suficiente como para sostener a su madre y conseguirle una pensión por discapacidad. Arreglaron la casilla natal para mejorar la calidad de vida de Amelia. “¡Dale mamá! ¡Andate al departamento a vivir con José Luis que el año que viene ya entra a trabajar en el taller del aeropuerto! Así estas más cerca de mi casa y te puedo visitar más seguido entre un vuelo y otro. ¡Mirá que estoy a punto de recibir las “cuatro tiras”! Cuando me nombren comandante nos vamos a festejar a un carrito de la costanera”. Amelia, la hija mayor, heredó el nombre de su madre y una afición por el vuelo que la convirtió en piloto. Trabajó duro y consiguió todas las categorías de la aviación con las mejores calificaciones; lo que le proporcionó un trabajo en la aerolínea del estado y una carrera, en la que se abría paso entre hombres que admiraban y envidiaban su talento y su saber.


“¡Ustedes vuelen! ¡Que para eso fueron a la escuela! Yo me quedo acá, no vaya que a mi papá se le ocurra volver una noche y no me encuentre”.

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