El Galpón, de madrugada.

A veces me imagino entrando en el Galpón de Jeremías por la madrugada. Una madrugada cualquiera, de un día cualquiera. Como si hubiera atravesado el pasillo en silencio, sin despertar a La Tana y al  Bocha, que descansan en su casa. En mi ensoñación tuve la previsión de traer un hueso para “negociar” una complicidad de ladridos silentes con  Steve Ray,  si es que  éste se viera perturbado en su relax.



Me deslizo cuidadoso, como si fuera un fisgón que pretende inmiscuirse en la vibración y la historia que viven detrás de ese telón. Ese telón que pesa una tonelada si alguien lo quiere abrir sin Amor al Arte, mas se corre amable y liviano ante la reverencia de quien porte un alma  justa.

Me imagino entrando en el  silencio de la noche y encendiendo un candil o,  mejor, un farol de querosene, prescindiendo de la modernidad eléctrica de la que dispone el lugar.  La luz de vela o de combustible se lleva mejor con las Almas y la Historia.

Camino  por entre las mesas con un brazo en alto portando una antigua lámpara de kerosene Dietz, debe ser de principios del siglo XX. De un lado ilumina como un faro,  del reverso tiene un pequeño cristal circular rojo. Hoy me enfoca en partes de este recinto, alguna vez  habrá  sido el camino de algún carruaje.

La Luz baila nerviosa al ritmo de la llama dentro del reflector de latón. Lo primero que se enmarca en el haz de claridad es la imagen de Rubén Basoalto en el  afiche de Vox Dei que custodia la espalda del escenario. Quizá es el  brillo de la lámpara destellando contra los   cromados de la batería, pero juraría que Rubén me guiñó un ojo desde el  afiche. Lejos de inquietarme, aquel gesto me dio confianza para seguir explorando, en la penumbra, ese lugar que ya  había recorrido otras veces acompañado de Bocha y tantas personas Buenas que le dan vida.

Por más cuidado que ponga en mis pasos, no puedo evitar que rechine la pinotea, de todos modos la música que suena en el ambiente se armoniza con mis ruidos. Una tabla de lavar se raspa entre susurros que dicen cosas como  “Down on the corner, Out in the street, Willy and the Poor Boys are…”  . Voy alumbrando objetos que cuentan historias. Deslizo la yema de los dedos sobre la tapa del  piano vertical que me sirve de pasamanos para moverme sin necesidad de mirar donde piso. Hay vida en cada cuadro, la luz recorre el  viejo cartel  y por un instante  “EL TALADR…” pasa a ser un marco  oval con unas siluetas en sepia que me indican el camino a la barra con sus dedos. Un extremo de la mesada luce una balanza de almacén.  Empujo una de la pesas con  sigilo como  para ver la reacción de la aguja en el arco graduado y  descubro mi rostro sonriente en el  cristal  que protege la escala. Kilogramos de pasado  envueltos en  papel gris, con un magistral repulgue que evita cualquier derrame sea lo que fuere que se envolviera en él. Este sitio alberga  enseres y emociones  de un galeón  hundido  en las costas de Quilmes.

Elijo una mesa.  Me siento y apoyo el farol con el proyector  apuntando al rincón en que están dispuestos los instrumentos.  Me siento liviano, como si el  tiempo, el olor de la madera, el rebote de la púa del Winco chocando contra el final del vinilo una y otra vez me quisieran decir algo más que acabó un lado del disco.  (¡¿Pero cómo?! ¡Si yo nunca puse un disco! )    

Las tablas de esta antigua mesa de bar tienen más lamentos que todas las letras de tango que  se acurrucan en la biblioteca, junto al piano. Cada hendidura es una herida de amor que nunca  fue sanada hasta que un día, un anticuario del conurbano compró este mueble en un remate  y con el tiempo lo colocó frente a un escenario, un pequeño escenario, de un lugar misterioso y mágico, en un recóndito poblado costero.

El  combustible de la lámpara se agota, apenas si distingo un vaso que alguien olvidó en la mesa de al lado. Estiro el brazo reclinando la silla en sus dos patas posteriores para alcanzar el recipiente de cristal grueso. Huelo el contenido antes de beberlo de un sólo trago. Si  me descubren,  perpetrando este sitio sagrado en medio de la noche es posible que me liquiden  de un escopetazo.

Aspiro profundo y me quedo suspendido en ese olor  que dejan los pabilos cuando su lumbre se transforma en una nubecilla de humo negro. El Galpón de Jeremías  volvió a quedar a oscuras como  cuando entré a husmear hace un inmensurable rato. Yo estoy inmóvil, apenas si suspiro un aliento a whisky. Percibo la impronta de cada objeto que cuelga a mi alrededor.  No los veo, pero pasan a través de mí una sucesión de imágenes que no pertenecen a  mis pensamientos: Un camión Chevrolet 1947, va de Wilde a la Costanera de Quilmes,  la mayoría de los que viajan en la caja son jóvenes; en la cabina,  junto al conductor, dos comadronas hablan sin parar.  Los chicos saltan y cantan. Van a un día de playa. Un carpintero cepilla listones de cedro  en un banco de trabajo. Alberto Castillo tararea un candombe mientras estudia para rendir “Anatomía de segundo” y escucha que la radio le regala un cuarto gol de Vélez. Una Yamaha 400 huye rauda de su triste apodo por la ruta 2. Un pibe entra al cine a ver  “Rock hasta que se ponga el Sol”.  Un hombre nada adentrándose en el mar y se trae de regreso a la vida a esa piba que no quería estar sola. Un guardabarreras de General Belgrano mece su farol en la noche. Hace dos décadas que no pasa el tren. Un pibe esfuerza los dedos   sobre  los trastes de una guitarra para copiar el  dibujo de un acorde que su vecino le hizo en un cuaderno “Gloria”.  Él no sabe que en unos años va a  componer sus propias canciones y liderará una banda de Rock.

Todo esto pasa entre ese último destello de luz y  la fumata de humo que brotó del sombrero del farol.  Un instante.  Una vida. En medio de la oscuridad el silencio se rompe. Las pisadas vienen desde la tarima de escenario. Podría asegurar que son pisadas de botas tejanas. No un par, ni dos. En mi profunda oscuridad  percibo al menos tres seres que se aprontan a dejar el tablado no sin provocar más de un tintineo de platillos o rozando alguna cuerda de  las guitarras que duermen apoyadas contra los equipos. Inmóvil en mi silla sigo el recorrido de esos pasos que se aproximan a la puerta.  Algo parecido a un viento afinado en Do levantó el cortinado dejando pasar algo de las luces de mercurio que acompañan la soledad de las calles de arena. Ese soplido mantuvo un instante el cortinado en alto.  Los pasos cesaron.

A veces me imagino entrando en el Galpón de Jeremías por la madrugada.

Comentarios

  1. Una sola palabra... Las demás sobran...Conmovedor.

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    1. Gracias!! Por favor decime quien sos pues el blog muestra tu comentario como "Anónimo". Gracias por tu atención y tu lectura.

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